En tiempos de la posguerra española un niño de ocho años que estaba internado en un colegio enfermó gravemente de fiebres tifoideas. Uno de los sacerdotes de aquella escuela buscó la ayuda de un pediatra militar que conocía, advirtiéndole que dadas las estrecheces por las que pasaban no había ni un céntimo para pagarle.
Un par de veces por semana, cuando podía escapar de sus obligaciones, el pediatra visitaba al niño con la firme determinación de sacarlo adelante. Como así ocurrió finalmente.
El niño aprendió el nombre y apellidos del que consideró su salvador. Nunca dejó de repetir el insigne nombre de aquel médico a sus familiares, amigos y conocidos.
Pasaron los años y aquel niño convertido en adulto se casó y tuvo una hija. Ésta, a su tiempo, contrajo matrimonio sin saber que su marido era el nieto del pediatra que salvó a su padre.
Esta historia, si la analizamos como un sueño, dirá cosas sobre nosotros mismos (las posibilidades son casi infinitas):
-¿Es una broma cósmica?
-¿Hubo una especie de deuda familiar que la hija quiso saldar, incluso sin ser consciente de ello, con aquel «apellido» tantas veces repetido por su padre?
-¿Fue una cuestión de simple azar, en la que dos jóvenes se conocieron y después casaron, con independencia de las conexiones que sus árboles genealógicos hubieran establecido en el pasado?
-¿Aquello que damos desinteresadamente acaba volviendo a nosotros de la manera mas insospechada? Incluso, ¿puede llegar a la de nuestros descendientes?
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