“Si puedes conservar tu cabeza en calma cuando a tu rededor todos la pierden y te cubren de reproches;
si puedes tener fe en ti mismo, cuando dudan de ti los demás hombres, y ser indulgente para tu duda; si puedes esperar, y no sentirte cansado por la espera; si puedes, siendo blanco de falsedades, no caer en la mentira, y, si eres odiado, no devolver el odio; sin que te creas, por eso, ni demasiado bueno, ni demasiado cuerdo.
Si puedes soñar sin que los sueños imperiosamente te dominen; si puedes pensar sin que los pensamientos sean tu objeto único; si puedes encararte con el Triunfo y el Desastre, y tratar de la misma manera a esos dos impostores.
Si puedes aguantar que a la verdad por ti expuesta la veas retorcida por dos pícaros, para convertirla en lazo de los tontos, o contemplar que las cosas a que diste tu vida se han deshecho, y agacharte y construirlas de nuevo, aunque sea con gastados instrumentos.
Si eres capaz de juntar, en un solo haz, todos tus triunfos y arriesgarlos, a cara o cruz, en una sola vuelta
y si perdieras, empezar otra vez como cuando empezaste y nunca más exhalar una palabra sobre la pérdida sufrida. Si puedes obligar a tu corazón, a tus fibras y a tus nervios a que te obedezcan aún después de haber desfallecido y que así se mantengan, hasta que en ti no haya otra cosa.»
Rudyard Kipling, el autor del célebre libro “El Libro de la Selva”, envió esta carta a su hijo cuando estaba en el frente de batalla en la Primera Guerra Mundial, en 1915.