Desafío a cualquiera para que defina de manera taxativa qué es la salud. Término ambiguo hasta la médula, al no conseguir rescatar su esencia, el más común de los mortales ha de resignarse y tragarse en forma de píldora el concepto que de ella hagan los médicos y farmaceúticas.
Basta con solo mirar hacia atras, una nadería de siglos, para comprobar que una bata siempre fue la garante de la verdad: en la Edad Media eran los curas, quienes decidían quién merecía la hoguera por judaizante o bruja, con criterios que a todos se escapaban y que tan solo ellos era los legítimos intérpretes. Como los buenos maridos de antes, hemos lavado hasta desteñir esas sotanas negras, manchadas de pez, hollín y sangre, volviéndolas blancas y postrándonos ante ellas cuando las viste un médico.
Da risa ver cómo varía el concepto, en cuestión de décadas, de lo que es morboso (es decir, enfermo) y de lo que es sano. El DSM, manual de referencia en psiquiatría, ha ido borrando en menos de 20 años, enfermedades mentales como la homosexualidad o, tiempo atrás, la masturbación, de la que a principios del siglo pasado, grandes lumbreras del campo de la medicina (Maudsley y Rush ) sostenían que producia ceguera y locura. Y esto lo decían los batas blancas, no los sotanas negras. Tal es así que en la Inglaterra de los albores del s.XX algunos médicos aconsejaban y practicaban la ablación de clítoris (¿te suena de algo?) en las niñas que cayeran en la tentación de tan maligna enfermedad. Isaac Baker, cirujano eminente de Londres y posteriormente presidente de la Medical Society of London fue responsable de no pocas clitoridectomías, para eliminar esa «lepra moral» que era la masturbación entre las mujeres. Barbarie no perpetrada únicamente por descerabrados en nombre de ninguna religión, sino por fanáticos de la ciencia y de la medicina del momento.
Por si fuera poco, las grandes rameras de Babilonia, sí, las farmaceúticas, son las financiadoras de las grandes campañas médicas y de organismos como la OMS (cada vez que la nombro, me enjuago la boca con tequila). Esto se traduce en que son las que marcan una directriz clara de lo qué es enfermedad y de lo qué es salud. Todavía nos preguntamos: pero cuántos desórdenes nuevos aparecen cada año. Yo añado: y cuántos medicamentos nuevos surgen por arte de birlibirloque para curarlos. No olvidemos que la medicina actual y su concubina la empresa farmacéutica viven de la enfermedad, no de la salud de la población. En la antigua China, cuando alguien de la familía caía enfermo, se le dejaba de pagar por haber faltado al celo de su oficio. Aquí pagamos a médicos y farmacias cada vez que enfermamos. Curioso.
Viagra, estrógenos, pastillas para la calvicie medicalizan procesos naturales como son la pérdida de apetencia sexual, la menopausia o la caída del cabello. ¿No nos damos cuenta de que estamos llamándonos enfermos por vivir y por el paso natural de la edad? Tranquilo, si se encuentra Usted mal por ello, tómese un Prozac.
Los niveles aceptables de colesterol varían según intereses espurios, y las enfermedades crónicas, es decir, clientes eternos, se disparan cada año. La barbaridad más absoluta la escuché el otro día en televisión: En EEUU aconsejan a la población de riesgo de contraer el VIH que tomaran retrovirales para evitar un posible contagio. ¿Hemos perdido definitivamente el juicio, o es que nunca hicimos uso de él? Quise pensar que, en el mejor de los casos, se barrunta la llegada de la vacuna para el SIDA y estos son los últimos estertores de las compañías farmaceúticas que buscan deshacerse del stock todavía disponible. Ya veremos. O como el Transtorno por Déficit de Atención en niños: es preferible tenerlos drogados en clase en lugar de invertir tiempo, afecto y amor en niños que lo que sufren es déficit de atención, pero posiblemente parental. Y hablo por experiencia y por lo que veo mis aulas como profesor. Siempre existió el niño soñador, el inquieto o el rebelde: ahora todos ellos caben en la categoría de enfermos. Receta, pastilla y solucionado.
Pero un médico siempre tiene razón, aunque se equivoque en su diágnostico. Como los brujos de las tribus de Oceanía, cuando uno de ellos decreta la muerte de un miembro del grupo, este muere indefectiblemente. Se han hecho autopsias y nunca se reveló nada concluyente. Es decir, uno muere por convencimiento de una autoridad superior. Así es como actúan las maldiciones: como un diagnóstico ponzoñoso. Si cualquier médico, aun incurriendo en un error o neglicencia, nos diera dos meses de vida por una supuesta enfermedad descubierta, estoy más que seguro que muy pocos podrían traspasar ese linde, convencidos de que el chamán de turno ya nos ha sentenciado la hora fatal. No estaría de más investigar qué sucede con los niveles de anticuerpos en nuestro cuerpo cuando estalla esa bomba en nuestros oídos, cómo la creencia en lo supuestamente cierto e irreversible modifica nuestro organismo. Del mismo modo, y como sostiene el psiquiatra José Miguel Gaona, muchos de los enfermos de SIDA de los años ochenta comenzaron a vivir más tiempo y con más calidad de vida en cuanto cambio el adjetivo de enfermedad letal a enfermedad crónica, por pura semántica y no por simple medicina. Y todo lo contrario: en cuanto se les diagnosticaba la enfermedad, en los tiempos en los que no había negocio farmaceútico con ella, morían a los pocos días.
Por supuesto que habrá médicos que no acudan solícitos a la voz del amo de muchos de sus compañeros, es decir, las farmacéuticas, y su vocación haga buenas migas con su independencia. Pero cada vez que se trate a los pacientes como coches que han de pasar la ITV, como cuerpos que están enfermos porque son incapaces de producir para el Estado, algo estaremos haciendo mal.
Cuando el contacto entre el que cura y el enfermo se produce a través del vinilo y la madera de un palo, no habrá píldora en la farmacia para curar la deshumanización de una profesión. Sobretodo cuando no dejamos que cada cual considere qué es la salud y qué es estar sano. Somos adultos, y como sostiene el ínclito Antonio Escohotado y con estos versos concluímos:
De la piel para dentro comienza mi exclusiva jurisdicción. Soy un Estado soberano, y las lindes de mi piel resultan mucho más sagradas que los confines políticos de cualquier país.
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Luis Miguel Andrés es profesor de filosofía y consultor personal
Twitter: @_LuuisMigueel_
Fuente: eldedoylaluna