¿Rendirse o reírse?

¿Rendirse o reírse?

La vida nos plantea a todos desafíos. No hay manera de vivir sin tener que confrontarse con ellos. Es como si la vida fuera un juego de consola en el que para poder continuar tuviéramos que ir pasándonos pantallas. Si evitamos o huimos alguna de ellas porque no nos sentimos preparados para superarla, el desafío se sumerge un tiempo y con el tiempo vuelve a surgir dada la vuelta para ver si así aprobamos ese examen planteado de nuevo.

Existen los desafíos que nos unen a todos, son los desafíos de estar vivo, de residir en un cuerpo vivo. Hemos de confrontarnos con el dolor, con el envejecimiento, con la enfermedad y, por último, con la muerte. Estos desafíos son los más grandes, y no hay nadie que no vaya a tener que pasar por esa pantalla del juego.

Existen los desafíos de nuestra especie, de ser humano y vivir en una aldea global. Viendo la situación del mundo y su historia, parece que a la especie humana le falte un hervor, por decirlo suavemente. Pueblos contra pueblos, desigualdades, guerras, destrucción planetaria, globalización injusta, resistencias al cambio, egoísmos nacionales, ceguera, falta de compasión, competencia. Al final resulta que la famosa globalización también ha globalizado los problemas. Ahora todos estamos interconectados, los problemas de unos golpean a otros como una suerte de juego de dominó.

Existen los desafíos de nuestra pequeña tribu, nuestras familias, nuestras parejas, nuestros hijos y nuestros padres. Los desafíos centrales ahí son las pérdidas, el sufrimiento por la falta de afectos o por los sufrimientos de los nuestros, el no poder establecer las relaciones de manera tan sana como nos gustaría, el no poder recibir y ofrecer a los demás lo que necesitamos, la falta de comunicación, las decepciones, las preocupaciones, las responsabilidades.

Y por último están nuestros desafíos personales e individuales: nuestros conflictos interiores, las culpas, las ansiedades, las frustraciones, los deseos no cumplidos, las obligaciones no deseadas, los arrepentimientos, la incapacidad de sentir lo que quisiéramos sentir y la imposición de tener que sentir, o pensar, o desear aquello que no consideramos oportuno. La carga de nuestro pasado, los miedos a nuestros futuros.

Esos cuatro niveles de confrontación, de desafío con la realidad son para todo el mundo. Por mucho que uno se trabaje, la vida siempre nos ofrece un desafío a la altura de nuestras capacidades: cuanto mayor es nuestro poder, mayor es nuestro desafío.

Frente a esto siempre hay dos tendencias: una de ellas nos dice que tenemos que luchar, resistir, aguantar, forzar, apretar, trabajar, intentar sin descanso hasta que el mundo se adecúe a nuestros deseos. La otra nos dice que tenemos que ceder, dejar pasar, esquivar, huir, evitar, conformarse. En definitiva: rendirse. Es el dilema de Hamlet:

Ser o no ser, he aquí la cuestión.
¿Qué es más digno para el espíritu?,
Sufrir los golpes y dardos de la insultante fortuna
o tomar armas contra océanos de calamidades y,
haciéndoles frente ¿quizás acabar con ellas?

En esa dicotomía nos encontramos todos. Si luchamos o no. Si nos rendimos o no.

Escuchando a los maestros más sabios, la respuesta es dual. Quizá tenemos que saber cuándo remar y cuándo dejarnos llevar por la corriente. Quizá la vida es como un descenso de rápidos en un río a veces calmado, a veces revuelto. Si está revuelto, a veces hay que remar con fuerza. Si está tranquilo, a veces simplemente nos dejamos llevar. Pero si está demasiado tranquilo, a lo mejor hay que remar un poco para no acabar estancados y si está demasiado en torbellinos, a lo mejor hay que surfear en el torbellino confiando en que nos lleve la corriente aunque de miedo. No hay un indicio claro.
Aunque sí tenemos una pista que la experiencia nos lleva a proponer: la aceptación. De entrada, aceptar lo que pasa no es rendirse. Es darse cuenta de algo que está YA sucediendo. Negar la obviedad de algo que existe, es añadir otro problema al que ya existe: tenemos el problema que acontece y la resistencia al problema que acontece. Lo más recomendable es aceptar. Total, no tenemos más remedio. Podemos buscar un enfoque positivo, darse cuenta de que las cosas son relativamente buenas o malas dependiendo del momento y el contexto, que lo que parecía una crisis acaba siendo una bendición y viceversa…

La vida es un misterio inexplicable. No hay recetas fijadas de antemano. Si intentamos analizar la realidad para atraparla y saber cómo funciona, no es posible hacerlo del todo. Entenderla es como capturar una mariposa y clavarla en el corcho: podemos ver la forma de las alas, pero perdemos la comprensión del vuelo.

Como si de un sueño se tratase, nosotros soñamos nuestras vidas siendo a la vez una creación propia y simultáneamente una creación inconsciente. Somos creadores y, a la vez, no. Somos sujetos de la vida y objetos de esa vida. Somos esa vida que se mueve, se retuerce, se paraliza, nos desespera, nos regala, nos aturulla y siempre nos sorprende. Pero tenemos un arma frente a todo ello: el humor. El humor es cogerle el chiste a la vida. Para eso hay que escucharla, abrirnos a la sorpresa, poder aprender. Al final la gran lección del aprendizaje vital es si estamos dispuestos a tener a razón o preferimos ser felices; aunque tengamos que ceder lo que creíamos tan seguro. El humor es el único que puede con el ego: lo desarma. Ser capaces de reírse de todo, de ti mismo, de la vida, es un indicio de salud, de inteligencia. Casi todos los maestros de vida tienen un humor espléndido. La importancia personal, el creernos lo más importante, el defender nuestra idea de nosotros mismos e intentar que no cambie frente al mundo cambiante es lo que nos hace morirnos un poco cada día.

A lo mejor es que la vida es un chiste, a veces de humor negro, a veces tontorrón, a veces de una sabiduría inconcebible, a veces incomprensible o aparentemente sin gracia. Pareciera ser que la vida funciona como si fuera un niño omnipotente, capaz de todo, niño, pero sabio al fin y al cabo.

En el fondo, siempre se mantendrá el misterio de no saber qué éramos antes de existir y qué seremos después de este periplo. Pero, al menos, podríamos ponernos de acuerdo en que mientras que estemos aquí, vamos a pasárnoslo bien, ayudándonos unos a otros y a nosotros mismos. Porque solo el amor y el afecto –y el humor- nos puede ayudar a salir de los rápidos del río.

No nos tomemos tan en serio a nosotros mismos. Ni siquiera sabemos lo que somos y al final todos nos vamos para el otro barrio, el desconocido barrio del más allá. Mientras nademos en estos ríos, amemos y riamos. Al final, en el trabajo terapéutico, uno entiende que todos los dolores del mundo están causados por los dos mismos males: la falta de amor en la infancia y la falta de humor en la madurez. Amor y humor lo curan casi todo.

Cuando uno hace del mundo su propio templo y coloca en el altar al Misterio, al Amor y al Humor, todo se parece más a una fiesta prodigiosa y sorprendente.

Me gusta imaginar en ese altar de la vida una frase:

Todo acabará bien,
Todo acabará bien
Todas las cosas acabarán siempre bien.

Por Mariano Alameda.