Alejandro Jodorowsky: Cuando estaba filmando en en el sur de India mi película «Tusk», la historia de un elefante que nace esclavo, adquiere conciencia y termina su vida como la divinidad Ganesha, un elefante tuvo un acceso de rabia y rompió a trompazos un gran decorado. Su «maud» -el servidor que lo dirige en el trabajo-, un hombre muy pequeño y delgado, la emprendió a fierrazos con el paquidermo, para castigarlo. Lo golpeó sin piedad hasta ensangrentarlo. El gran animal, temblando como un niño, se dejaba golpear, orinando y defecando de miedo. A mí me dio una pena enorme e intenté detener al domador. Los técnicos originarios del país, me detuvieron. «No intervenga. Él sabe lo que hace. Si no es severo con el elefante, éste, a la próxima rabia, es posible que se ataque a los seres humanos, causando muchas muertes». Comprendí. En cierta manera, si el elefante es el ego primitivo, el maud es la conciencia del animal que tiene la misión de encauzar su energía hacia actividades creativas. Pensé en mi propio ego, individualidad formada por la familia, la sociedad y la cultura. Ante sus tendencias a la pereza, a la auto-complacencia, a mentir y mentirse, y a tantas otras debilidades, sentí la necesidad de activar en mí a mi ser esencial , mi conciencia ilimitada, para domar mis ilusiones. Pero el yo artificial resiste. Es necesario entonces actuar sobre sí mismo con la mayor severidad, encauzando los impulsos primitivos, hacia la realización positiva. La fábula siguiente trata este tema:
En aquel lejano reino, la única heredera del trono era una princesa de transparente piel y elegancia de galgo. El rey y la reina, preocupados por la enorme tarea que esperaba a la niña como gobernante, puesto que el mundo iba de mal en peor, trataron de darle una educación completa llamando sabios de todos los rincones del reino. La muchachita, caprichosa, lanzó sus libros al fuego, corrió a puntapiés a los maestros y se negó a aprender. La corte entera se reunió para convencer a la heredera: «¡Majestad, usted tiene deberes para con su pueblo! ¡Debe estudiar!» Así presionada, la damita prometió lo que le pedían. Cuando le preguntaron a qué se iba a dedicar, respondió: «¡A las moscas!»… Y desde ese día no hizo más que conversar con los bichos, cultivar sus huevillos, llenar el palacio de alados puntos negros, desparramar azúcar en las costosas alfombras, salir a los estercoleros y, con una red, cazar nubes de sus sucias amigas, para llevarlas a su dormitorio. Hizo que los pintores las retrataran, los escultores las esculpieran dándoles tamaños enormes, y los poetas las alabaran en incontables alejandrinos. Como la niña era tan delicada, sus padres no osaron castigarla. ¡La corte estaba desesperada!… Ningún profesor pudo convencer a la princesa que su amor por las moscas, de capricho había pasado a ser manía. ¡Ya no se podía soportar el mosquerío! La madre del rey llegó a visitarlo. Al ver la ridícula situación, se arremangó las aterciopeladas mangas e hizo que le trajeran a su nieta. «¡Pónganla de rodillas -tronó como en sus mejores tiempos- y sujétenle las extremidades!» Inmovilizaron a la princesa. La abuela le apretó la nariz, la obligó a abrir la boca, le metió en ella una gran mosca e hizo que se la tragara. Fue tal el asco de la refinada heredera que cuando terminó de vomitar pidió la exterminación de todos esos bichos y se puso a estudiar como si de ello dependiera su salvación eterna.
Muchos ilusos aplauden la crueldad de ciertos regímenes dictatoriales. El día en que prueben en carne propia tales sistemas, comenzarán a añorar la libertad que hoy detestan.