Si un amigo te pregunta “¿qué edad tienes?”, tu mente arrojará un dato y le dirás a tu interlocutor un número: exactamente los años que cumpliste en tu último aniversario de nacimiento.
Pero ahora, párate un momento en intimidad y pregúntale a tu cuerpo: “¿qué edad tienes?” La edad biológica habla de tu salud, de tu energía, de tu vitalidad. Puede que el número que se te ocurra sea diferente al que le dijiste a tu amigo. Lo mismo ocurre con la edad psicológica, esa en la que nos sentimos si nos imaginamos que desaparecen de pronto todos los espejos, las fotos y los cristales de los escaparates. Corresponde a nuestras motivaciones, curiosidad, ganas de vivir, de estar enamorados, de entusiasmarnos, de aprender. Al contrario que la edad cronológica, esta edades pueden avanzar rápido, detenerse y hasta ir en retroceso.
A esa pregunta que nos hizo el amigo y que íbamos a responder rápidamente de forma automática, aún podemos darle una vuelta más. Si nos olvidamos de nuestro cuerpo físico, la edad de nuestro carruaje y también nos olvidamos de nuestro ego, la edad con la que se siente el conductor de ese carruaje ¿qué edad tiene el viajero que va dentro del coche? ¿qué edad tiene nuestra alma?
Quizá esta última pregunta no tenga una respuesta, ni rápida ni reflexionada y puede que las otras sobre la edad biológica y la psicológica tampoco sean claras, pero quizá nos sirvan para relativizar la importancia de la edad, al tiempo que valoramos sentirnos bien en todos los planos, en todos los instantes de este camino de vida.