
Somos demasiado complejos para ser tratados con recetas.
Las recetas son instrucciones o pasos a seguir en la prescripción de medicamentos, en la cocina, o en cualquier otra actividad que admita cierto grado de sistematización.
¿Somos nosotros los que nos adaptamos a la receta? ¿No debería ser al revés?
Parece claro que actualmente no podemos hablar de enfermedades sino de enfermos, de ahí que aplicar los mismos remedios para todos en forma de recetas sea un camino bastante directo al fracaso.
Cuidémonos de aquellas recetas que se sustentan únicamente en el poder de la tradición sin pasar por los filtros del tiempo, lugar y gentes. Todo lo que no se adapta y subsiste a fuerza de repeticiones puede estar fosilizado.
Incluso las recetas que parecen ajustadas a nuestro problema, por resonarnos cuando las leemos, necesitan adaptación y algún cambio o ajuste para resultar plenamente eficaces.
Mejor preguntémonos si es útil. ¿Nos hemos dado cuenta de que la receta que se basa exclusivamente en criterios económicos está centrada en algo secundario y pierde de vista lo verdaderamente esencial?
Confiar ciegamente en una receta repetitiva, bajo cualquier modalidad, puede suponer cometer el único gran pecado del que hablan los sufís, el de perder el tiempo.
¿Qué fiabilidad tienen las recetas dadas por los especialistas que lo saben todo sobre una cosa muy concreta, sin tener ninguna visión de conjunto? ¿Qué sucede cuando no hablan sobre su pequeño campo de trabajo?
Formarnos en cualquier ámbito es siempre un trabajo sostenido en el tiempo. No nos convirtamos en “dispensadores de recetas acelerados” al estilo de “aprenda inglés en siete días” porque esa actitud no puede llevarnos muy lejos.
La única receta válida debería ser como los buenos zapatos, siempre hechos a medida. Todo lo demás, por bueno que resulte, serán solo aproximaciones. Por tanto dejemos de ver las recetas como verdades, o de querer aplicárnoslas alegremente, porque es muy probable que no nos funcionen.