Es poco corriente que en la familia o en la escuela enseñen a los niños a explorar ese territorio intermedio entre el buenísmo y el egoísmo. Más bien algunos de nosotros crecimos pendulando, dando saltos entre dos modos de lidiar con situaciones en las que se hace incompatible satisfacer las necesidades propias y las de los demás. Esos dos modos son tesoros llenos de diamantes y serpientes.
En la zona del egoísmo mis necesidades están satisfechas, pero me cae encima la culpa. En familias religiosas como la mía, te cae encima hasta el pecado y la sentencia del infierno como destino programado para los que piensan en sí mismos antes que en los demás.
En la zona del buenísmo tampoco las cosas son color de rosa. Aquí pienso en los demás, los complazco, lo doy todo sin límites, siempre digo que sí y parece que tengo el cielo ganado.¿Dónde está el “pero”? Soy una presa fácil para abusadores. El vacío que dejan mis necesidades insatisfechas me conducen, en lugar del al Paraíso prometido, hacia una vida depresiva o ansiosa.
Ni el buenísmo ni el egoísmo, resuelven la ecuación retadora de combinar las variables de cuidar de uno mismo y ser generoso con los otros.
Quizá la fórmula correcta la debamos descubrir cada uno de nosotros desde nuestra parte adulta, inventando un nuevo código flexible y actualizado que ordene nuestras prioridades, nuestros valores y nuestras necesidades. En ese territorio intermedio podremos encontrar un tesoro que contenga dos riquezas universales: la compasión y el amor, a uno mismo y a los demás.