
En las frías tierras de Escandinavia, dos hermanos se quedaron huérfanos: una tormenta de nieve acabó con la vida de sus padres. Así es que decidieron ir a buscar trabajo al otro lado del bosque de Hedal, famoso por las extrañas criaturas que habitaban en él. Los dos jóvenes eran muy valientes, pero cuando escucharon en plena noche un profundo bufido que venía del bosque, empezaron a castañearles los dientes y se abrazaron muertos de miedo…
Tres gigantescos trolls se aproximaban torpemente hacia ellos enfila por el sendero. Pero los dos hermanos se dieron cuenta de que no eran tan peligrosos como parecían, porque tan sólo disponían de un ojo para los tres. Así es que los hermanos comenzaron a darles hachazos en las piernas. Los trolls intentaban atraparlos, dando torpes manotazos al aire pero sin resultados. Se revolvían de un lado a otro y se intercambiaban el ojo para ver lo que pasaba hasta que la desesperación y el dolor se apoderaron de los gigantes de tal forma que ya no podían luchar ni avanzar. Y allí se quedaron, en medio del camino, en un charco de sangre. Mientras tanto, con las primeras luces del alba, los dos hermanos cruzaban el bosque triunfantes.
¿Y si a veces el mismo miedo nos paralizara más que el peligro en sí? El cuerpo responde a lo que la parte del cerebro que ha evolucionado para la supervivencia interpreta como amenazante, pero no siempre acierta en su valoración real del riesgo. A veces pienso que somos un ser evolucionado que vive dentro de un cuerpo paleolítico. ¿Y si ese «darnos cuenta», ese ver con los ojos de la consciencia fuera realmente lo que nos salva la vida?