Como si fuese un juego de ilusiones, el director chileno recrea un mundo de sueños. Entre amenazas y adultos reprimidos, es la voz del niño la que logra descubrirse. Y con ella, el mundo sin igual de este cineasta, mago y tarotista.
Una película de Alejandro Jodorowsky es noticia suficiente. Porque sólo él es capaz de delimitar un capítulo fascinante dentro del mundo artístico y/o mágico, con vasos comunicantes que despliegan hacia más. La danza de la realidad, por eso, es su historia de vida, su concepción del arte, su libro de memorias (de 2001), y su nueva película. El libro origen -o mejor, ese ciclo que es la vida del mismo Jodo – es germen de una película que lo recorta sobre el episodio fundante, que tiene lugar en Tocopilla, pueblo minero del norte de Chile, donde el futuro tarólogo viviera sus primeros años. Hijo de emigrantes judío ucranianos, Jodorowsky vive su infancia al cuidado de un padre stalinista y una madre de tetas encorsetadas: amparo drástico para este niño de rizos dorados y piernas blancas, de sobrenombre Pinocho, en un mundo niño que le arrincona entre burlas y un mundo adulto que le encasilla con temores y represiones.
Lo extraordinario de Jodorowsky consiste en no sólo recordarse sino en reinventarse, con una fuerza poética que le hace explotar. En el libro, desde una prosa sentida, que embriaga; en la película, con una devoción de vida que alcanza a rozar afecto verdadero por aquellos que lo martirizaran. La película, de hecho, significó su vuelta al pueblito de infancia, con estreno fulgurante como corolario. En La danza… el tarot aparece como guía, poesía, elección de vida. La misma «danza de la realidad» es, en efecto, una manifestación posible de percibirse una vez se ha vivido, para así encontrar esos recuerdos que decían sobre lo que sería, y aquellos que dicen sobre lo que ha sido. Que el artista chileno se ofrende, con sus 86 años, en esta demostración de cariño, ha provocado un revuelo reciente, al difundir la exhibición online gratuita de su película y suscitar, rápidamente, su bloqueo por parte de la productora Pathé.
Ahora bien, ¿qué es el cine para Jodorowsky? Tal vez una extensión más dentro de sus facetas múltiples, todas vinculadas. No se le puede pensar de manera autónoma, sino en tanto fenómeno imbricado con expresiones mágicas, poéticas, místicas, mímicas. Se hace cine (o historieta, o teatro, o lieratura) cuando las demás vías no son suficientes o cuando la necesidad surge.
Desde su vertiente narradora, la construcción de un relato, en Jodo, es el comienzo porque es el desenlace; y La danza de la realidad es la recuperación de su momento inaugural, de su grado cero, que se dobla sobre sí para tocarse con su futuro. De esta manera, el propio Jodorowsky aparecerá interactuando con su yo pasado, desde la voz en off o en abrazos consigo mismo, a la vez que se materializa para aportar a los intérpretes algún elemento de atrezzo.
Como titiritero que es, puede entonces hacer bailar esa realidad íntima para modelarla. El resultado es una sumatoria de momentos más y menos logrados, tal vez por el signo digital que es crisis en el cine presente. Porque con la impronta digital, algo de la magia del director de La montaña sagrada se pierde en el camino, como si los nuevos tiempos ya no se correspondieran con la sensibilidad provista por el ilusionismo fotográfico.
De todos modos, su fuerza metafórica está intacta, sincera, a veces indecible. Uno de sus ejemplos contundentes es la cura por medio de orina que Sara Felicidad (Pamela Flores) realiza sobre Jaime, su marido (Brontis Jodorowsky): líquido balsámico que ella acompaña con su canto lírico. Otro es la pérdida del miedo a la oscuridad por parte del pequeño Alejandro, durante una danza materna de contrastes en equilibrio antes que edípica. A propósito, lo que Jodorowsky logra en su actriz y cantante (Flores), es desbordante, con un cuerpo evidentemente dispuesto a rebatir el pudor de la madre real.
Por otra parte, a la figura paterna le corresponde la misión más difícil: la del viaje hacia sí mismo, la del reencuentro consigo. Jaime, adusto y viril, se deconstruirá tanto como lo hacían el propio Jodo en El topo, o John Difool en la historieta El Incal. Ahora títere en las manos de su hijo, el cineasta, puede entonces reconciliarse con él. O al revés. Lo que importa, en todo caso, es ese momento final, de sosiego, de partida (inicio) hacia la vida propia, la misma desde la que ahora se rememoran aquellos años.
Como todo recuerdo es una construcción que no respeta de maneras precisas tiempos y espacios, es esta premisa desde la cual La danza… recrea y asocia. Como si fuese un laberinto de espejos, allí decide arrojarse Jodorowsky, así como lo hicieran Fellini o Tarkovski, fieles a sus mundos personales. De paso, son los mismos espectadores quienes quedan a merced de sí mismos y sus propias remembranzas, tal vez cercanas a Jodo, tal vez lejanas.
Fuente: Página/12