Érase una vez una escuela de psicología que creía que los niños necesitaban menos amor y apego seguro y más normas y disciplina.
Para dicha corriente psicológica, no existía el alma, ni el inconsciente, ni la intuición, ni los estados de la mente, ni los procesos congnitivos: lo que no se ve ni se mide, no existe. El hombre funciona como una pasiva máquina sin voluntad. Sus conductas son respuestas complejas producto de asociaciones de estímulos y respuestas. Una máquina de gestión de imput y output que cuando se estropea, es decir, manifiesta un trastorno de cualquier tipo, no hay que perder el tiempo en buscar las raíces, las causas del problema, sino intervenir directamente extinguiendo sus síntomas.
Cada bebé, según los seguidores de esta escuela, nace como una tabla rasa en la que se puede escribir lo que queramos por medio del condicionamiento. Después de uno de sus crueles experimentos, ya no con pobres palomas en ayunas que apretaban palancas, o docenas de pobres ratones perdidos en tortuosos laberintos, sino con un pobre niño estable y seguro, al que le indujeron una terrible fobia para probar sus teorías, comenzaron a regularse las leyes éticas para poner límites a la experimentación con seres humanos.
Otros seguidores de dicha escuela por ejemplo, desarrollaron métodos para conseguir que los niños dejaran de llorar en sus cunas, privándolos sistemáticamente de los cálidos y seguros brazos de sus madres durante noches y noches.
Todo esto viene a que hoy he leído que John B. Watson, padre de la Escuela Conductista, tuvo 6 hijos y 4 de ellos se suicidaron.
Historia de un psicólogo antihumanista
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