
Una de las conversaciones preferidas de mi abuelo era sobre las modalidades de los viajes. Comenzaba su discurso diciendo que en una estaba todo planificado, hasta los mínimos detalles y posibles imprevistos. La otra modalidad no tenía ningún guión, había que hacer frente a lo que sucediera sobre la marcha, buscando en los recursos propios.
Sentado al sol, en su silla preferida, añadía infinitos matices (es cierto que no soy capaz de explicarlo con sus mismas palabras, porque a veces no las comprendía del todo) Recuerdo algunas cosas de las que decía:
- El tamaño de la maleta está relacionado con la cantidad de miedos del viajero. No te lo puedes llevar todo. Es más que suficiente con llevarse a uno mismo.
- Son muchos los viajeros que a cinco mil kilómetros de su casa se comportan como si nunca hubieran salido de ella. ¿Por qué viajan hasta el otro extremo de la Tierra buscando que ninguna de sus costumbres cambie lo más mínimo? No resulta extraño que solo encuentren molestias en cada paso que dan…
- Cuando tengas que viajar, -me decía mirándome a los ojos- no lo hagas para hacerte fotos frente a monumentos, o para decir que has estado en aquella ciudad de tal país o en la de cualquier otro. ¿De qué te servirá presumir de ello si en el fondo no has aprendido nada de la experiencia?
Aquello era un monólogo, en el que yo intentaba cuestionar alguna de sus afirmaciones: ¿Acaso las formas de viajar no son infinitas? Tantas como motivaciones pueda tener el viajero en cuestión.
Él me respondía que el auténtico viaje es el de la vida. Que estuviera siempre atento para aprender todo lo posible. Y que desde sus ochenta y muchos años vividos -en aquel momento- le estaba pareciendo que más que un viaje, la vida era un suspiro. ¡No se podía perder el tiempo!
Mi abuelo nunca se andaba con rodeos, lo que tenía que decir lo hacía sin ninguna concesión cara a la galería. Por eso decía que viajar era importante si con ello uno entraba en contacto consigo mismo.