De niña, concluyó que para ser suficientemente amada debía seguir una estrategia: “olvidarse de mí misma y complacer a los demás”. El cerebro infantil, lo que aprende a base de dolor, lo graba a fuego.
Cuando fue adulta, el efecto hipnotizador de esa rígida sentencia la convirtió en un ser inútil para las habilidades de autocuidado, a la vez que en una experta dadora, atrayendo a veces a su vida a vampiros y a abusadores, relaciones exigentes y egoístas.
Entre su repertorio de emociones aparecía veces la pena y otras veces la soberbia. Se quejaba, sufría. Y tanto tanto “gritó” su cuerpo en su lenguaje (“¡No funciona tu estrategia para sentirte amada!”) que la mujer cayó en un pozo, una especie de espiral descendente ansiosodepresiva. Y entonces miró hacia adentro, se reencontró con sus recursos, su resiliencia y se produjo un efecto muelle. Vio y cuestionó ese lema infantil, abrazó a su niña interior. Se despertó de la hipnosis.
Su vida mejoró y, ¿misteriosamente?, sus relaciones mejoraron. Obviamente, la nueva estrategia para sentir amor de esa mente consciente fue: “elijo amarme”. Y la buena noticia es que lo aprendido hoy desde la consciencia, tiene el poder de reescribirse sobre lo aprendido en el pasado con dolor.