Érase una vez un pueblo muy lejano, en el que todos sus habitantes, sin excepción, tenían una mascota. Conejos, hámster, perros, gatos, loros, periquitos y docenas más de animales que los acompañaban, compar- tiendo sus hogares, desde la tierna infancia hasta el final de sus días. Estas criaturas del reino animal cumplían la función de absorber y con- tener aquel rasgo de carácter que su amo no se permitía expresar. En aquél país, todos andaban ciegos, sin conocerse a sí mismos ni a los de- más. Eso sí, todos comentaban sobre los pekineses rabiosos, loros char- latanes, gatos intuitivos e independientes, peces fríos y desmemoriados, dobermans alocados, y un largo etcétera de animalitos, acompañantes de humanos, que nacían y morían sin conocerse.
Es triste pasear por un cementerio, haciendo cálculos sobre cuántas de esas personas enterradas murieron sin saber quiénes eran.