Comenzó el día con aires surrealistas, tanto es así, que me preguntaba si estaría soñando.
De pronto yo ladraba y mi perro hablaba en español. Pasesé marcando con mi orina las esquinas de mi barrio despreocupadamente, renovando mis señas de identidad en el que consideraba desde hacía años mi propio territorio. Luego bebí agua y me eché la siesta. Escuché un ruido enorme y me dispuse para defenderme, pero me relajé al ver que no iba conmigo, habría atacado o escapado lejos, según hubiese evaluado el riesgo en función de mis recursos. Y así fue pasando mi día perruno vivido en cuerpo humano.
De reojo veía a mi perro con cerebro humano ansioso, porque quería echar al incordiante vecino y no podía ladrar ni enseñar los dientes por estar condonado por la educación, tampoco iba al baño cuando lo llamaba por teléfono su jefe. Sorprendido vi que no se alejaba de lo que le molestaba ni se acercaba a lo que necesitaba o le daba placer. Su estrés iba en aumento. Todo se veía tan complicado desde esa perspectiva.
Cuando no sé si estoy o no soñando, intento traspasar la palma de mi mano izquierda con el índice de mi mano derecha. Si el dedo la atraviesa sin problema, sé que estoy soñando, y por el contrario choca contra ella, deduzco que lo que está pasando, por muy increíble que parezca, es real. El día que mi perro y yo intercambiamos los cerebros, hice la prueba, y sí, el dedo traspasó la mano, estaba dentro de una escena onírica y como todas ellas, traía consigo un mensaje muy lúcido: «vive tanto como puedas según tus sentidos y deja a tu perro tal como está».