Un niño escuchó la primera vez la palabra “pensamiento” y la asoció aquellas frases que oía dentro de su cabeza. Esa criatura era aún pequeña y como tal, dependiente y obediente.
-“Si esa voz que escucho afuera es importante, la de dentro también lo será, debo dar credibilidad a las voces, vengan de donde vengan”, le dijo un pensamiento.
Nadie le explicó que la mayoría de los pensamientos que tenemos son producto de un cerebro que evolucionó filogenéticamente con un sesgo negativo. Nadie se sentó a decirle que ese órgano que hay dentro de su cráneo atiende a lo malo más que a lo bueno, es especialista en anticipar catástrofes y a obsesionarse con lo que no podemos controlar. Tampoco hubo ningún adulto que le enseñara a observar sus pensamientos desde la consciencia, con distancia, como si fueran nubes que van pasando por el cielo, sin identificarse con ellos ni darles credibilidad.
El niño llegó a adulto y se convirtió en un gran rumiador. Quizás porque creció cazando pensamientos y atesorándolos apegado a ellos, como si fuesen mariposas disecadas.