
Los buscadores de talentos trataban de despertar a nuestra sociedad dormida. Se habían dado cuenta que la mayoría de los adultos desconocían sus aptitudes naturales y que con dichos potenciales enterrados bajo capas de represión solo podían dedicarse a sobrevivir.
Sin embargo estos buscadores tenían un serio hándicap, lógico por otra parte, y es que solo podían reconocer aquellos talentos que ellos mismos tenían. Nada que no estuviera en su interior podían observarlo fuera. Por tanto estaban condenados a fracasar una y otra vez en su intento de identificar dones que les eran ajenos.
Para solucionar dicho problema aparecieron las escuelas creativas, aquellas que educaban a cada niño en función de su talento. Establecieron como principio fundamental que cada persona debía explorar su interior en la búsqueda de aquello que podía convertirla en única y diferente.
Aquel instante supuso el punto final a la educación industrial.