Como buscador de la verdad pasó sus primeros cincuenta años picoteando de manera superficial de un lugar a otro sin alcanzar verdadera comprensión. Entonces decidió buscar una “escuela” que pudiera formarlo en profundidad en aquella materia que tanto le interesaba.
Escuchó que era necesaria toda una vida para aprenderla y tal vez otra para comenzar a ejercerla. Sin embargo, como algo propio de nuestro tiempo, siempre había quien trataba de enseñarla en un curso de fin de semana o de divulgarla simplificándola en exceso. Por ese motivo los conocimientos que circulaban a nivel general, como accesibles para todos los públicos, le parecían una “caricatura”. Muy alejados de la consistencia que tuvieron en otros tiempos. Baste decir que de este conocimiento, varias veces milenario, existieron cátedras en muchas universidades europeas.
Recordó que los sufis dicen que necesitamos de un maestro, porque si bien los libros nos ofrecen el material, nunca nos podrán decir cuando aplicar determinados contenidos. El maestro es lo único vivo en la transmisión del conocimiento porque avanza por un camino que conoce de primera mano.
También observó un problema con los libros. Considerar que cualquier libro es accesible para todos era algo que desde su propia experiencia no funcionaba. Sólo aquel libro que conectaba con él era el que podía ayudarlo en un momento determinado. En cambio, su lectura en otro momento, podía dejarlo completamente indiferente.
Le quedaba claro que métodos de enseñanza había muchos y que cada alumno debería poder escoger el que se ajustara a su particular forma de comprensión. Le resultaba extraño que fuera el maestro el más adecuado para elegir al discípulo por ser capaz de observar el potencial de mismo (Y todavía más extraño que los verdaderos maestros fueran tan escasos y difíciles de encontrar)
¿Qué escuela elegir?
Una de las opciones mostraba una gran apariencia, un envase muy elaborado y bien etiquetado. Vendía la idea “cosmética” de grupo multidisciplinar donde la imagen (juventud, formación, belleza, etc.) aparecía como un valor muy destacado. Una “escuela” que además se etiquetaba como científica, porque sus contenidos podían validarse por métodos estadísticos.
Otra de las opciones que manejaba no tenía un envase tan brillante ni elaborado. No había tras las enseñanzas ni juventud ni grupo. Un maestro transmitía lo aprendido de los que fueron sus maestros, a lo que sumaba una muy larga y dilatada experiencia en dicho campo.
Otra “escuela” se basaba únicamente en la tradición, afirmaba que en los últimos trescientos años no había nada nuevo que contar. Planteaban que ¿si funcionó para nuestros ancestros de hace varios siglos, por qué no lo haría en la actualidad?
Cómo obviar la “escuela” que resulta más conocida porque el maestro que la encarna tiene mucha visibilidad y difusión en los medios de comunicación. Aunque también es cierto que la opción más popular no aseguraba ser la mejor.
Le resultó evidente que otros maestros, para diferenciarse de la enorme y creciente competencia, vendieran como algo novedoso antiguas herramientas adornadas con nombres exóticos.
Dicho todo esto: ¿dónde está la verdad? ¿Acaso no existía? Dado que estaba diseminada, lo que encontraba eran fragmentos que nunca debería confundir con “La Verdad” con mayúsculas.
Le llamó la atención algunas citas que leyó en El libro del libro, un texto sufí de Idries Shah:
-La valía de la morada está en el morador
-Mejor desconfiar de cualquier interpretación hecha desde una mentalidad literal (Y desconfiar también de todo aquello que uno no pueda comprobar personalmente)
-Mas allá de las palabras están las acciones (Por sus acciones los conoceréis, dice la Biblia)
-Las enseñanzas deben adecuarse (estar actualizadas) para el tiempo, lugar y gentes.
-Cuando te des cuenta la diferencia entre contenedor y contenido tendrás conocimiento
Y Ahora debía volver a preguntarse si prefería la apariencia externa o el contenido interno